Sobre el avance preocupante de la deslocalización de la gestión de la seguridad

Pronunciamiento del área de Gobiernos locales y políticas de seguridad.

4 Nov 2020

Latinoamérica está viviendo una era de cambios profundos en la gestión de la seguridad, y los gobiernos locales ocupan un lugar cada vez más relevante. Las complejidades propias de las violencias y los delitos se manifiestan de manera especial en las ciudades, donde habita cerca del 80 % de la población de la región. En ellas pueden hallarse más oportunidades, a la vez que una mayor desigualdad. La sostenibilidad urbana está en tensión y, en estas circunstancias, ciertas formas de la inseguridad (y del temor al crimen) aumentan.

La conflictividad se expresa, de manera eminente, en el territorio. El órgano de gobierno que está más cerca y lo conoce mejor es el local. Intendencias o alcaldías cuentan con más recursos que los que habitualmente creen tener. Disponen de datos para medir la vida de la ciudad, conocer su pasado y proyectar el futuro. Tienen áreas de fiscalización, inspección y control. Muchas cuentan con personal para el ordenamiento del tránsito, y sectores de asistencia y desarrollo social. Aun sin incorporar más recursos, sino reencauzando algunos de los existentes, ya están en condiciones de disponer mecanismos para la desarticulación de conflictos incipientes, esbozar las características de los mercados ilegales subyacentes a muchos de ellos y comprender la realidad de la convivencia vecinal en sus diversas aristas.

Con lo anterior, también es cierto que los recursos humanos y materiales suelen escasear a la hora de diseñar, implementar, monitorear y evaluar políticas locales de seguridad. Se subraya aquí la necesidad de un abordaje integral de la seguridad, que exceda a los recursos policiales e, incluso, necesite prescindir de ellos en ciertos casos.

Con todas estas ventajas y limitaciones, los gobiernos locales se encuentran tomando responsabilidades cada vez mayores respecto de la seguridad ciudadana. Reciben los reclamos de sus vecinos –ya no los derivan sin tratarlos– y fomentan, de manera menos o más explícita, la lugarización de su abordaje, con énfasis en la coordinación interagencial, pero también con la expresión de las necesidades propias.

En la Argentina –con excepciones puntuales y meritorias– advertimos con preocupación una tendencia contraria a la descentralización de la gestión de los conflictos, acompañada, en la mayor parte de los casos, por un regreso a la policialización de la seguridad. Con un ejemplo notorio en la Provincia de Buenos Aires, que ha vuelto a instaurar una única jefatura policial y ha suprimido los rastros de especialización y de delegación de funciones desde la Administración central hacia los municipios.

Un cuerpo de decretos y resoluciones –con redacciones que, en una lectura poco advertida, podrían confundirse con avances tibios hacia el empoderamiento local– reconfiguran el organigrama del Ministerio de Seguridad provincial y, en particular, el esquema de conducción de la Policía Bonaerense. Con él, se retrocede de manera notoria para borrar los avances que, trabajosamente y en dosis escasas, se habían conseguido. El Decreto 52, de enero de 2020, el Decreto 141, de marzo y la Resolución ministerial 219, de abril, son las bases de esta reacción. En conjunto con otras disposiciones complementarias, consiguen regresar a la órbita policial organismos que se habían establecido bajo la conducción política del ministerio. Entre ellos, los encargados de la formación policial, de la investigación criminal y de la administración y el despliegue de las Policías Locales. Hoy existe, nuevamente, una única y suprema Jefatura de Policía, (re)creada con el propósito explícito y ambiguo de “reforzar la cadena de mando”.

Entendemos que esta situación debe ser asumida como una señal de alerta. La centralización de la administración de las políticas públicas –no solamente, pero sí especialmente– de seguridad atenta contra la calidad de las instituciones y las bases de la democracia participativa. La policialización de la seguridad que la acompaña es una amenaza latente contra las formas pacíficas de convivencia y la gestión de la conflictividad, y suele degenerar en excesos, arbitrariedad y más violencia. Más que nunca, debe enfatizarse la idea de que toda política de seguridad tiene una dimensión local que es ineludible, y que no puede ser anulada –aunque sí demorada u obstaculizada– con decisiones como las que aquí se critican.

De esta manera, los municipios –sus habitantes; no, simplemente, los intendentes o intendentas– continúan perdiendo injerencia en una materia que es, como fue señalado, de las más relevantes entre sus incumbencias. Si los gobiernos locales toleran ser relegados en su participación en el diseño, la ejecución y la evaluación de las políticas de seguridad que les atañe de manera innegable; si no mejoran sus capacidades de coordinación y control sobre las instituciones que actúan en sus territorios; si no asumen, de manera políticamente madura, que su principal activo en la materia es el conocimiento local sobre conflictos y violencias, estarán desperdiciando su potencial, descuidando sus responsabilidades y exponiendo su gestión al malestar ciudadano, que ya no deriva sus quejas a los órganos supralocales.

Una deslocalización de la gestión de la seguridad puede ser muy costosa en términos económicos y, también, políticos. Es necesario que los líderes de los municipios se hagan cargo de sus responsabilidades en la materia, exijan a sus pares de otros niveles de gobierno que no dificulten su ejercicio y eviten caer en la trampa de aceptar un recorte en sus potestades a cambio de promesas de un envío de recursos eminentemente policiales que, en caso de que efectivamente les sean concedidos, no contribuirán a profundizar un avance hacia la construcción de convivencias más pacíficas. Instamos, a la vez, a la ciudadanía para que reclame mejores políticas de seguridad a sus representantes locales.

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